Me agaché entre las plantas, corrí las hojas enormes, y dejé la botella con las otras para que le hicieran compañía. Había muchas azules. Ningún azul era igual a otro, ninguna tierra tenía el gusto de la tierra de otra botella. No se extraña a un hijo, un hermano, una madre o un amigo Igual que a otro. Parecían tumbas brillantes una al lado de la otra.
Al principio las contaba, las acomodaba con cariño, a veces acariciaba alguna hasta que me decidía a probar de su tierra. Casi siempre era así, pero ese día las odiaba. Me pesaban más que nunca. Todas juntas me cansaban. Sentía todas las botellas apilándose en mí. El mundo debía ser más grande de lo que siempre había creído para que pudiera desaparecer tanta gente.**
Aunque me desperté hace un rato, sigo con los ojos cerrados. Veo botellas, nombres, pupilas recortándose contra fondos sin luz, pero ya no es algo mágico, solo es eso que todos llaman recordar: nuestra casa de antes, mis plantas y, sobre todo, mi tierra de siempre. Del barrio no nos trajimos casi nada. Hasta el destapador y las toallas se perdieron para siempre. Este es un lugar de paso, ninguno de nosotros nació acá. Acá no nace nadie. No tenemos terreno sino una entrada mínima, unas baldosas llenándose con las macetas que Miseria se esfuerza en cuidar.
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Pienso en mamá sin nadie, con apenas unos años más que Miseria cuando lo tuvo al Walter, en algún cuarto de hospital que ni siquiera sé cuál fue. Y me hubiera encantado darle la mano para hacerle compañía, como quiero ahora dársela a Miseria.
—Si las mujeres nos juntamos para todo, para hacer las compras, para tejer, para contarnos cosas, para cocinar nuestros alimentos y llevar a los niños a la escuela, ¿por qué íbamos a parir separadas unas de otras?
Texto: Fragmentos de las novelas Cometierra y Miseria de la escritora argentina Dolores Reyes.
Video: Conferencia de Dolores Reyes.
Foto: Anabela Abram
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