La luz del día

Se detiene frente a la ventana, recarga el agua de la lavanda que puso en un frasco para que dé raíces. En el estante también está la latita de aceite para la máquina de coser. Debajo dejó una aureola ovalada, la forma de la base, color marrón oscuro. La levanta, la observa, la limpia. Limpia el aceite. 

Lava el trapo, el olor es penetrante, olor a hierro. La lata es blanca, no muy grande, le entra en la mano, tiene dibujada la silueta de una mujer sentada frente a una máquina de coser antigua detrás de una letra S. La latita está oxidada, el borde, las partes donde la lata se junta en un cordón más grueso. 

La limpia mejor. Aceite de alta calidad Singer. Todo propósito. Igualmente siempre fue la latita de la máquina de coser, de cuando heredó la Singer a pedal de su abuela. Nunca la vio coser a su abuela, apenas si se acuerda de ella. Por alguna extraña razón la recuerda preparando la leche, único recuerdo porque después las otras imágenes son fotos, son relatos. 

La latita de aceite, siempre la usó. No fue una reliquia heredada que quedó en un cajón. La máquina a pedal fue su primer máquina de coser, ahí aprendió todo lo que sabe. La puntada perfecta: todas las personas que alguna vez cosieron en una máquina a pedal saben lo que eso quiere decir. Cuando se rompió la Singer y tuvo otras, siempre usó ese aceite. Sostenida en el tiempo. Ahora la ve así. Todavía tiene la tapita. 

Observa la pequeña habitación iluminada por la luz del día que entra por la ventana, filtrada por las ramas del árbol. La calma del calor del verano. Observa la mesa de costuras, las telas cortadas, el molde, el trabajo inconcluso. Limpia otra vez la latita y la sostiene en su mano. No sabe si poner el aceite en un frasquito o tirarlo. La lata la quiere conservar. La vuelve a dejar en el estante y sabe que va a terminar ese trabajo, que a pesar del calor y de los días intensos, va a volver a ese espacio. Que ese espacio está ahí para ella.

texto y foto: Caro Di Nardo