domingo, 5 de noviembre de 2023

Insomnio


Son las nueve de la noche y mi celular se pone en modo “bienestar digital”.  Esa función viene incorporada al equipo,  de fábrica. “Bienestar digital” son estímulos para recordarte que es hora de dormir.  
Pongo las lentejas en remojo. Noto que la fuente de aluminio está rota.
Apago todas las luces y solo dejo la lámpara de sal en el comedor, mientras cocino. Mi celular, con su programa de “bienestar digital” vuelve todo lo que aparece en pantalla en versión blanco y negro.  La frase” bienestar digital” me irrita.  Mi amiga Paz me ha mandado un pequeño manifiesto y mientras preparo una salsa, me dispongo a leerlo.  
Mientras leo y espero el guiso llegan avisos  a mi celular sobre la importancia de la hora de descanso. Lo genial de ese autoengaño es repetirlo en voz alta, y sin embargo, confiar. 
La salsa burbujea. Cuelo las lentejas.  Prosigo con el “Manifiesto ferviente” que me mandó Pacita, así le digo yo.  Qué nombre. Paz. Al manifiesto lo escribió  Mercedes Villalba, y me gusta lo que dice sobre nuestro tiempo y la convulsión y los pequeños y dispersos refugios.
Siento el zumbido del vapor de la olla, que pugna por salir. Se humedecen las paredes y la destapo un poco. La salsa queda en calma y yo también: el sonido ya no me interrumpe la lectura. 
El guiso de lentejas ya está listo y leo con premura mientras me sirvo de la olla con una cuchara de madera. Le echo ají picante al plato, es de semillas desecadas y es más fuerte. 
Enciendo las luces de nuevo, el truco de la lámpara de sal para iniciar el sueño ha durado poco. Mientras como, busco imágenes y sonidos que me hayan llevado alguna vez por el camino del sueño.  
Iniciar el sueño es una tarea muy fatigosa,  y me inclino por el camino más fácil. En definitiva, no me interesa ni el esfuerzo ni  los manuales de instrucciones. 
Termino la cena y  solo quiero dormir. Recurro al estímulo químico.  Leí por ahí que algunos medicamentos para dormir contienen metacrilato.  A una modelo se lo inyectaron, se enfermó gravemente y la durmieron. Quedó en coma, con un respirador hasta que murió. 
Pienso en mi descanso y me atemoriza un poco la posibilidad de que las pastillas tengan metacrilato, pero lo descarto, y vuelvo al camino fácil: prefiero la inducción que me proporcionan hacia un sueño seguro.
En tal nivel de disconformidad por tanto método, tanto del fácil como del difícil, se me viene la imagen del reloj pulsera, con su tic tac recurrente. 
Creo que esos relojes  pulsera y los relojes despertadores podrían ser una versión más suavizada para inventar ritmos circadianos. O no.  El constante retumbar puede ser tan irritante como tacos rechinando sobre el piso.  Lo pienso bien y entiendo esa insoportabilidad.  La misma palabra rechinar, su sonoridad, orienta sobre  cómo puede ser ese tedio, y comprendo que hasta el zumbido persistente de una mosca puede resultar molesto para conciliar el sueño.
Le escribo a mi amiga Paz y charlamos sobre el insomnio a la hora que debería empezar a dormir. Es casi inevitable.  A veces, no se pueden programar las conversaciones. Surgen, se manifiestan. 
¡Ah, maldito sueño!
Me voy a mi habitación y llevo un vaso de agua.  Apago todas las luces y mientras subo las escaleras pienso en lo que leí  sobre el metacrilato: dicen que es más resistente que el vidrio.  Algunas pastillas vienen recubiertas con eso para no dañar el estómago. Me doy cuenta  que lo que queda, entonces, es la eterna opción del “mal menor”.  Lo que se ofrece por un lado, claramente se quita por otro.
De todas maneras, no me rindo. Sigo intentando y recurro a otros prodigiosos estímulos: en youtube promocionan unos videos sonoros de lluvias tenues y relámpagos apenas audibles.  La luz de la pantalla se proyecta sobre la pared y le pongo encima una frazada.  
Los tonos medios de esa música, como todo tono medio, tranquilizan, pero no me duermen. Busco el agudo, un si, un la sostenido. Nada. Supongo que está todo pensado como “estímulo eléctrico”, para que el cerebro trabaje en una sola dirección.
La propaganda, en este caso,  tiene un nivel de ingenuidad que reduce su amenaza y saberlo tranquiliza en serio.  El camino onírico y la música terminan colaborando con mi vigilia y me dejan más despierta que antes.
Tomé la pastilla y probé con la lectura en papel. Leí “Diario de la dispersión”,  de Rosario Blefari, y sentí un sosiego que me acunó y finalmente me mantuvo despierta más de lo previsto.   
Sin embargo, en algún vago momento logré dormirme.  Cuando desperté  a la mañana, descubrí que la lectura me había inducido por un camino distinto hacia el sueño. Me alegré mucho, a sabiendas de que puede ser un momento azaroso, aunque habría que darle continuidad y práctica. Ahora voy a leer a Lucia Berlin.
También me di cuenta que quizá debía probar un camino inverso: en lugar de combatir mi insomnio, tendría que considerar las pocas horas de sueño que consigo.  Dejé la idea en suspenso y ahora estoy más animada: puedo tener lo que tengo. Es otro modo de ver.
Aclara en la mañana, y el sol, desde la ventana, entibia todo. 
*texto y foto: Anabela Abram

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